Ya no una réplica. A Sebastiaan Faber. Por Alberto Moreiras.

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Gracias, Sebastiaan, por tu respuesta. Vamos a dejar a un lado en todo lo posible lo ad hominem, aunque no sea nunca totalmente posible, pues al fin y al cabo hablamos de palabras escritas por otros.   Pero a mí no podría traerme más sin cuidado lo de “dar caña,” que es una expresión que yo asocio, efectivamente, con lo peor y más castizo de la cultura española.   Desde luego quiero desmarcarme explícitamente de cualquier lectura que suponga que yo defiendo a Cercas y te ataco a ti. Ni defiendo (ni ataco) a Cercas, sino a su novela, ni te ataco (ni te defiendo) a ti, sino a tu reseña de la novela, con respecto de la cual ya dije que tenía objeciones de fondo, que expuse.

Pongamos que Menéndez Pelayo es el más listo o sabio y castizo de los dadores de caña, cazaherejes de larguísimo aliento—un hombre cuyo talento como crítico literario y cultural quedaba siempre en segundo plano, quizá por discreta modestia, ante lo que para él necesariamente imperaba, que era cuidar las esencias de la verdad política del corral hispano tal como él la entendía. A mí me interesa, en mi propia práctica, no tomar a Menéndez Pelayo como modelo, ni por activa ni por pasiva, ni directa ni inversamente.   Ni a sus numerosos discípulos por la derecha y por la izquierda. Es posible que el menéndezpelayismo, en cuanto estructura, sea la constante más fiel de nuestra historia crítica. Yo defiendo una forma alternativa de relación con el mundo en la que cazar brujas no tiene lugar, o es lo que hacen los otros, quizás porque sé y me consta que yo mismo podría caer de bruja en cualquier redada, y no me apasiona la papeleta. Que conste—ya sé que consta—que no hablo de la tarea crítica como intento de gozar de paz perpetua: el desacuerdo y el conflicto no son solamente legítimos, sino que son lo que hay, lo que siempre hay, y nada es más violento que la supresión misma del conflicto, la pretensión de que no lo hay o de que no debería haberlo. Hay conflicto, y es el conflicto lo que da lugar a la necesidad crítica. También, por supuesto, a la política.

Pero nada de dar caña—al menos por mi parte. Nuestro intercambio tiene por otro lado la posibilidad de dar pie a una discusión más amplia y despersonalizada, más allá de ti y de mí, también más allá de Javier Cercas, y quizás debiéramos aprovechar la ocasión. Ojalá otros también lo hagan. No intento contestarte a todo ni devolverte la lectura “punto por punto” ni nada por el estilo. Me repetiría. Voy más bien a lo que más me interesa.

Yo creo que la cuestión de fondo es la siguiente: un escritor—un novelista, un filósofo, un artista—, en la medida en que lo es, tiene su verdad vital en su tarea, en cuanto obra o en cuanto desobra, en cuanto logro de escritura o fallo de escritura. Al margen de eso, esa persona puede tener innúmeras opiniones políticas y deportivas, sobre el amor o la caza, sobre la ciencia o la historia. Pero a mí, desde la opinión de que cada uno es muy dueño de tener las opiniones que le parezcan, faltaba más, no me interesan particularmente sus opiniones. Si a mí esa persona llega a interesarme, me interesa como novelista, como filósofo, como artista. Y así yo no tendré ningún inconveniente en juzgarlo políticamente, pero tendería a hacerlo desde sus ideas tal como estén reflejadas en su obra (o en su desobra), y por cierto no en su obra en general, sino en la obra bajo consideración en cada caso. La diferencia entre ideas y opiniones es un viejo caballo de batalla de Nietzsche, pero no ha dejado de ser relevante desde entonces.   Hoy, particularmente, parece haber muchas más opiniones que ideas, y eso es también verdad en nuestro malhadado campo profesional—hablo de ese “hispanismo norteamericano” que impacienta a Cercas, pero como supones no solo de él.   Y eso es un problema. No podemos pretender hacer nuestro trabajo privilegiando opiniones, y sobre todo no podemos naturalizar el reino de la opinión como dador de mérito y prestigio, o como acarreador de deshonra y oprobio.   Las opiniones están muy bien, para amigos y conocidos, o para los pájaros, pero profesionalmente uno debiera preferir alguna idea que otra.

Si Pablo Iglesias escribiera una novela, a mí, suponiendo que se me ocurriera leerla, no me interesaría procesarla desde las opiniones políticas del líder, por muy líder que sea, o por muchas opiniones políticas que tenga. Cuando publica una novela, nos invita a leerla para entenderla, y si quieres para pasar juicio sobre ella, pero desde la idea de esa novela, no desde las opiniones que la circunden.   Decir esto no me coloca en ninguna arcaica o árquica posición de crítico textualista. Se trata más bien de algo otro: no tengo tiempo para perderlo en evaluar si la chorrada dicha el viernes en la radio o la frase conmovedora pronunciada en la televisión pueden explicar la novela o el tratado. Todo mi tiempo está más bien ocupado en saber si es la novela o el tratado el que suelta chorradas o entona conmovedoras oraciones. No me parece que esto sea trivial, y tampoco me parece que esto sea ninguna marca generacional.   Para mí traza la diferencia entre una lectura hermenéuticamente digna y una lectura sobredeterminada por consideraciones ajenas a la tarea a la mano.  Hasta puedo admitir que la “política” sea una de las consideraciones más urgentes en eso que constituye la tarea a la mano.  Pero no se trata entonces de cualquier “política,” en el sentido de que lo que menos importa son las piedades o las torpezas políticas que se expresen en la literalidad del texto.  Se trata de otra cosa, ni mucho menos accesible al tipo de crítica en curso, hoy incluso dominante.

Y seamos francos: hace ya bastantes años y décadas o siglos que la crítica castiza se orienta hacia la reducción absoluta de toda idea posible desde la circunscripción a opinión de todo lo pensable—y aún encima, a opinión política. Condenamos y celebramos según la opinión política del personaje de turno. Como hacía Menéndez Pelayo. Juzgamos obras y carreras desde las opiniones de los sujetos que las detentan, cuando no, peor, desde el rumor sobre las opiniones que se detentan, desde la sospecha de las opiniones que se rumorean: caza de brujas como práctica heroica de la crítica, de izquierdas o de derechas; caza de brujas biempensante, qué horror.  Y eso es curioso, porque a mí me parece que las opiniones políticas, sobre todo cuando se expresan públicamente, son en general falsas y tramposas—este puede ser un prejuicio mío, pero en todo caso es un prejuicio muy meditado. No me fío ni un pelo de los oradores políticos, sean viejos caimanes taimados o apasionadas mujeres en la flor de la edad. Conozco a mucho mentiroso, y he visto demasiadas cosas en mi vida—y sobre todo he visto cómo las opiniones políticas vienen y van, y lo que queda es siempre distinto.   Conozco a demasiados opinionantes que han montado su carrera sobre su capacidad opinionante, y conozco, en cambio, a pocos que se esfuerzan por alguna otra cosa, que sin duda les lleva a errores y líos, a pérdidas y errancias varias.  Así son las cosas.  Será que hago poca vida social, o que la hago solo entre marranos.

Es por supuesto necesario hablar de política, y deberíamos cuando lo hacemos en todo momento tratar de restituirle a la política su dignidad necesaria. Por eso a mí me parece que la verdadera política—la verdad política—de alguien está siempre y solo en lo que hace y no en lo que dice. Y esto es cierto para todo bicho viviente, y por ende para el escritor, o para el crítico. Es cierto para Cercas, o es cierto para lo que a mí me interesa de Cercas, a quien de antemano le reconozco el derecho absoluto de tener las opiniones que le vengan en gana. No son asunto mío en la medida en que Cercas no está vinculado a mí como lo pueden estar personas más cercanas, con respecto de las cuales tomarles la opinión en cuenta es ineludible. Lo que me importa, de Cercas, por ejemplo, es si su escritura me sirve a mí para algo, para pensar, por ejemplo, en la política, en la historia, en el amor, en la relación de uno consigo mismo, en lo que sea. Y la escritura es lo que hace Cercas, no lo que dice.

En esta discusión creo que lo único realmente relevante es juzgar si la novela de Cercas es una novela que da algo más que opiniones, algo más que posiciones, algo más que gestos subjetivos—que es justo aquello que parece agotar casi toda la novelística española contemporánea, y la crítica, con escasas pero magníficas excepciones.   Tú piensas que la novela de Cercas no es admirable, yo sí. Esa sería, me parece, la única discusión pertinente entre nosotros a propósito de Cercas.   Ahí tenemos un desacuerdo que, quizá, no pueda ser mediado. Ninguna disertación mía lograría quizá convencerte de que lees mal la novela, igual que posiblemente no puedas convencerme tú a mí tampoco de que no se trata de una novela magnífica, que dice algo, y que dice algo que es verdadero para quien lo pueda entender. O para los muchos que sí lo entienden, como creo que yo mismo, sin ir más lejos. Quizá porque yo, como tantos, también he tenido familia en el campo franquista, aunque esto está muy lejos de parecerme una condición de entendimiento.

No sé, claro, si estás de acuerdo con mi determinación de lo que yo defino como la única zona de acuerdo o desacuerdo relevante. Quizás entonces haya que hablar también de estilos de la crítica, y haya que dejar que prolifere el conflicto, que ojalá sea siempre de ideas y no de aburridas opiniones.   Lo único necesario es evitar que “dar caña” al enemigo político se nos vaya de la mano y que ese acabe siendo el estilo.   Por razones fundamentalmente políticas: sería terrible un mundo así, el mundo castizo del que la historia de España ha dado ya tantos ejemplos.   Este es el corazón del problema que lleva a este intercambio, me parece.   Yo pienso que hay que cuidarse de la descalificación del otro desde ninguna suficiencia cultural, desde ninguna creencia de que uno está en lo cierto, y mucho menos en lo políticamente cierto y piadoso.   La crítica, el pensamiento, deberían ser otra cosa—y la esfera pública, en la que por cierto, yo ni juego ni aspiro a jugar papel alguno, puede irse a paseo.

Como digo, uso nuestro primer intercambio como medio para plantear una discusión más amplia, y de invitar a otros a participar en ella. Ni es mi intención ni mi estilo buscar que te des personalmente por aludido en nada de lo que he dicho.  Sé que tú lo entiendes ya así, siendo quien eres–esta es realmente una frase para otros.

 

 

 

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