El no héroe sin encrucijada. Comentario a El impostor, de Javier Cercas. Por Alberto Moreiras.

En su texto de presentación al Premio Cervantes, “Carácter y destino,” que es un texto que Javier Cercas cita y usa en su novela El vientre de la ballena, Rafael Sánchez Ferlosio, después de glosar textos de Heráclito, Nietzsche y Walter Benjamin, cita un párrafo de la Filosofía de la historia de Hegel: “También al contemplar la Historia se puede tomar la felicidad como punto de vista; pero la Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco. Cierto que en la historia universal se da también la satisfacción, pero ésta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la historia universal, que han perseguido esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad” (5). A Sánchez Ferlosio le interesa contraponer lo que él entiende como “manifestación” y lo que él entiende como “sentido,” apelando a otras categorías de su pensamiento como las de “tiempo consuntivo” y “tiempo adquisitivo.”   La manifestación atiende al placer y a la felicidad, o bien al disgusto y a la desesperación del tiempo consuntivo, mientras que el tiempo adquisitivo es el tiempo del sentido, o del sinsentido vivido como fracaso y desastre, como desventura catastrófica en la vida humana.

Suponemos que Marco, el personaje de El impostor, de Cercas, más que buscar satisfacción, quería solamente ser feliz. O suponemos que Marco, hombre de destino y no de carácter por lo tanto, buscaba la satisfacción y sacrificó a ella su felicidad. Ambas suposiciones o hipótesis, como dice Hegel y repite Sánchez Ferlosio, son irreconciliables. Que lo sean, que no puedan conciliarse en síntesis alguna contra toda apariencia (puesto que el que busca satisfacción lo hace sobre la base de algún deseo de felicidad, mientras que el que busca felicidad espera derivar de ella satisfacción), que no puedan conciliarse satisfacción y felicidad es una tercera hipótesis que Javier Cercas encuadra silenciosamente en su novela y que, a mi juicio, es la base de su reflexión infrapolítica, de la reflexión infrapolítica que El impostor ofrece.

Por descontado Marco es un impostor. Marco modificó, por ejemplo, como cuenta la última página del libro de Cercas, el nombre de Enric Moné, uno de los prisioneros en el campo de concentración de Flüssenburg, y lo convirtió en Enric Marco para poder entregar una fotocopia, obviamente falsificada, en la Amical de Mauthausen y obtener por lo tanto la credencial sine qua non para hacerse miembro de la entidad. Marcos es un impostor, cuenta el libro de Cercas, por muchos otros motivos. Y sin embargo, descartada la moralina, en última instancia importa poco que sea un impostor. ¿Quién que es algo no lo es, aunque no todos crucen la línea de la falsificación material, o aunque no todos sean investigados por un historiador impenitente? Lo que importa es otra cosa, y esa otra cosa me atrevería a decir que es lo que busca Cercas. Me gustaría nombrarla, o intentar hacerlo. Lo que busca Cercas en El impostor no es decidir si Marco se salva o se condena, no es si Marco se redime o se arrepiente, no es si Marco es, como piensa o pretende el director de cine Santi Fillol, él mismo autor de un reportaje sobre Marco y también personaje de la novela de Cercas, un mentiroso impenitente que “no se quita nunca la máscara. Siempre está actuando, siempre está haciendo el discurso que en cada momento le interesa” (409), de modo que, incluso cuando dice la verdad, miente con la verdad.   Vamos a suponer que sea posible evitar mentir con la verdad—Kant sería el primero en decir, como mera consecuencia de su ley moral, que tal cosa, sólo hipotéticamente posible, sería en realidad casi milagrosa, improbable, rara, aunque no deje de ser obligatoria. Pero eliminemos de esta ecuación la culpa. A Cercas no le interesa ni encontrar culpa en Marco ni tampoco limpiarle la culpa. Lo que Cercas busca es precisamente el residuo posible, lo que queda en pie, cuando se eliminan todas las mentiras. Ese es su ejercicio técnico en la novela: ¿cómo escribir un libro en el que no haya mentiras, y qué queda?

El impostor es un texto importante, si no una obra maestra, a mi modo de ver, porque se ocupa, toma a su cargo, y lo hace bien, dos cosas muy poco habituales: la presentación de lo que podemos llamar una narrativa desnarrativizante, y una voluntad de deconstrucción testimonial que es la otra cara, y así indistinguible, de una testimonización deconstruida. A mí me interesan ambas cosas—narrativa desnarrativizante, por oposición a la narrativa mitográfica o mitómana, y testimonio en deconstrucción, por oposición a la pretensión de verdad identitaria que ha plagado el discurso político, no sólo en España, durante los últimos treinta años. Cierto que ambos procedimientos, en los que Cercas basa en realidad su texto, son necesariamente escandalosos y duros, y exponen al autor a todo tipo de recriminaciones. ¿Cómo pretender una narrativa desnarrativizante? ¿No es eso contradictio in terminis, empresa imposible? Y ¿cómo pretender deconstrucción del testimonio sin dejarnos a todos en la más puñetera intemperie, en la medida en que se nos niega el último refugio, que es el de pedir que otros confíen en nuestra verdad personal, enunciada siempre como petición de respeto y amor? Si les quitas a los humanos la doble posibilidad del mito y del testimonio—ambos, mito y testimonio, pueden encuadrarse negativamente bajo la palabra “mitomanía”—entonces no queda nada, no sabemos ya a qué podríamos atenernos, dónde agarrarnos. Se acaba, de alguna manera, mucho más que la política, en la necesaria asunción de un nihilismo sin horizonte. Sabemos que el intertexto fundamental de El impostor es Don Quijote. Y Don Quijote ya es ambas cosas: narrativa desnarrativizante y testimonio en deconstrucción, y es ambas cosas en la precisa y terrible conclusión de la obra, que es la de la muerte de Alonso Quijano una vez renuncia, por oficio de ese imperdonable idiota llamado Sansón Carrasco, uno de nosotros, a ser Don Quijote. La realidad no salva a Alonso Quijano, y tampoco, lamentablemente, y en última instancia, lo hace la ficción. Nada salva. Es lo que hay, en Don Quijote y en El impostor.

La impostura de Marco, ¿falsifica un carácter o un destino?   ¿No será que esa impostura es un medio hacia un destino buscado? ¿O será más bien que la impostura es el mecanismo de consolidación, el ancla necesaria, de un carácter por lo pronto ausente? El drama de Marco puede muy bien ser haberse hecho incapaz, por sí mismo, de contestar a esas preguntas: haberse perdido en la impostura, y haberlo hecho desde la constatación inicial, fundamental, de que Marco sólo buscaba, sin tener, o bien carácter o bien destino, una de dos, desesperadamente.   Desde su ausencia. Cuando, en una de las páginas fundamentales del libro, Cercas intenta una descripción de Marco como un hombre común y corriente, un español o catalán más de la época histórica que le tocó vivir, y así de todas las épocas, como un hombre sin atributos, un tipo entre otros, lo que indica sin decirlo es que puede ser muy bien que Marco no tuviera ni carácter ni destino. Esta es, aunque sólo parcialmente, la página de Cercas:

De modo que el enigma final de Marco es su absoluta normalidad; también su excepcionalidad absoluta: Marco es lo que todos los hombres somos, sólo que de una forma exagerada, más grande, más intensa y más visible, o quizás es todos los hombres, o quizá no es nadie, un gran contenedor, un conjunto vacío, una cebolla a la que se le han quitado todas las capas de piel y ya no es nada, un lugar donde confluyen todos los significados, un punto ciego a través del cual se ve todo, una oscuridad que todo lo ilumina, un gran silencio elocuente, un vidrio que refleja el universo, un hueco que posee nuestra forma, un enigma cuya solución última es que no tiene solución, un misterio transparente que sin embargo es imposible descifrar, y que quizá es mejor no descifrar. (412)

Cuando a un hombre o a una mujer se le quitan carácter y destino, cuando ni uno ni otro son accesibles, es lógico que el intento de readquirirlos sea desesperado y no pare en barras. El problema está, quizá, en ir a por ambos, sin reparar en que también hay que elegir en la ausencia. A la desnarrativización, a la curiosa destestimonización que Cercas investiga le correspondería otra imagen contraclásica: no Hércules en la encrucijada, sino alguien que no es, precisamente, un héroe teniendo que decidir en la ausencia de encrucijada alguna. La decisión de Marco—proyectar la imagen de un hombre de destino como medio de hacerse con un carácter, o proyectarse como hombre de carácter para lograr echarle mano a un destino—en cuanto tal decisión, lo deshizo. Como nos deshace a todos, sin que para todos sea tan fácil encontrar al historiador impenitente que pruebe o haga público nuestro drama.   Por eso tiene razón Sánchez Ferlosio y lo único inteligente, si pudiéramos, es resolverse sólo a la felicidad, y nunca apostar a destino alguno. Ese es el secreto inconfesable y siempre malentendido del carácter destructivo.

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